Multitudinario concierto al aire libre de Daniel Barenboim y Martha Argerich

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Publicado: 31/07/2017
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Ese ritual feliz y puntual en el que fueron convirtiéndose los encuentros en Buenos Aires de Daniel Barenboim y Martha Argerich no empezó este año, el cuarto consecutivo, igual que los otros, en la intimidad del Teatro Colón, sino al aire libre y a plena luz del día.


En realidad la atmósfera multitudinaria, con el escenario ubicado en plaza Vaticano y las diez mil personas que asistieron al concierto inicial del Festival Barenboim, no disiparon para nada la intimidad que los dos tienen para hacer música: eso no es algo que dependa de las circunstancias; más bien lo traen consigo.

El inicio, ayer, fue diferente de otros años, es cierto, pero no lo que sucedió en escena: la misma manera de hacer eso que ellos saben hacer mejor que nadie, la complicidad musical, la evidencia del cariño cuando entran y salen del escenario de la mano, en un gesto que se repite y que tiene tanto de protección como de compañía: en cierto modo esos gestos son la proyección de lo que ocurre musicalmente cuando se sientan al piano.

Barenboim, muy acostumbrado a los conciertos en el gigantesco Waldbühne de Berlín, contaba los otros días que aunque en las actuaciones al aire libre haya una pérdida de la calidad acústica se consigue a cambio una intensidad comunitaria muy diferente de la que existe puertas adentro de un teatro.

El concierto del sábado, pasado el mediodía, unió sin embargo lo mejor de los dos mundos. Salvo por algún bocinazo y un taladro insufrible -que con toda razón parecieron molestar visiblemente a Barenboim- existió por lo demás una disposición de recogimiento en el público, que se ubicó a lo largo de la calle Viamonte y desbordó más allá de la 9 de Julio y por el corredor del Metrobus.

Hay también una parte del mérito que pertenece a los detalles técnicos que dispusieron el gobierno de la ciudad y el propio Teatro Colón. En principio, al escenario se le agregó una cámara que colaboró con el reflejo del sonido y, por otra parte, la amplificación no resultó jamás artificial ni diluyó ningún matiz, mientras que la dirección de cámaras permitió seguir en dos pantallas gigantes cada detalle de las manos, las miradas, los gestos.

Argerich y Barenboim abrieron el recital con la Sonata para dos pianos en Re mayor, KV 448, que ya habían hecho juntos en 2014, y cuyos dos últimos movimientos entregaron como bis el año pasado. Cada una de estas revisitas, muy diferente de las anteriores, habilita una revelación fascinante: el dúo está siempre in progress y, alejado de cualquier rutina, sigue buscando y encontrando perspectivas distintas sobre las mismas piezas: esta sonata no fue la misma de hace tres años. Domina aquí ese arabesco mozartiano que es en realidad un laberinto emocional.

Argerich y Barenboim están en posesión de ese hilo que les permite no perderse. Pero el hilo de cada uno no es el hilo del otro. El "Allegro con espíritu" instala, con sus trinos como fanfarrias, una atmósfera de extrema vivacidad, y es fascinante el modo en que Barenboim y Argerich desmontan la regularidad de las semicorcheas. Las líneas melódicas no son aquí un collar de perlas regulares (para usar una metáfora del pianista húngaro András Schiff), sino que cada cuenta -cada perla- proyecta un brillo propio que deriva de su función armónica. Esto para no hablar de un discretísimo rubato, que cada uno de ellos administró a su modo con la mayor sabiduría y con la mayor sorpresa. Barenboim y Argerich tienen la fórmula de toda conversación musical ideal: que las voces parezcan una sola y mantengan a la vez su singularidad.

Terminada la sonata, Barenboim tomó el micrófono. "No tengan miedo. No voy a dar un discurso", dijo. El Maestro explicó brevemente la singularidad de la pieza siguiente: la transcripción para dos pianos que Claude Debussy hizo de la obertura de El holandés errante, de Richard Wagner. Realmente, como reseñó Barenboim, es una pieza que no suele escucharse muy seguido, y es una pena porque se trata de un documento formidable del modo en que la escritura wagneriana puede ser vista del reverso. En este tour de force, Debussy muestra el revés de la trama de la obertura. Aparte de lograr un tremendo efecto orquestal, Argerich y Barenboim pusieron al desnudo todo el tejido motívico wagneriano.

Dado que al principio se habían anunciado todas las piezas, hubo un momento de perplejidad en los aplausos; entonces Barenboim volvió a tomar la palabra y aclaró que ése era el "final de la parte formal del concierto". Hubo más, por supuesto. La "Danza española" de El lago de los cisnes de Chaikovski en transcripción de Debussy, y Bailecito, de Carlos Guastavino, que en sus manos sonó con lasitud bellísima, de una melancolía irrenunciable. "Salimos para aprender un bis más", bromeó Barenboim en la última entrada. Fue la "Danza napolitana", también de El lago...

Seguramente habrán hecho esos mismos bises en el recital que daban anoche, al cierre de esta edición, en la sala principal del Colón. Es difícil imaginar que puedan haberlo hecho mejor que a la tarde, pero con Barenboim y Argerich no conviene dar nunca un caso por cerrado: hace años que los dos amplían el campo de lo posible.

Anteayer Barenboim y Argerich ensayaban Debussy en el CCK y cada uno trataba de facilitarle al otro la transparencia de un relieve melódico o de cierta idea. El poder de concentración de Barenboim es asombroso: un segundo después de hacer una broma o responder una entrevista se dedica a una microscopía musical.

En su camarín, Argerich mostraba fascinada en el celular una foto fascinante: Nijinsky y Ravel sentados al piano y tocando a cuatro manos. Barenboim, por su lado, lamentó que no existiera una foto así de Debussy y Stravinski tocando La consagración de la primavera.

Fuente: La Nación