Freddy Mamani quiere llevar su novedoso estilo arquitectónico a la Villa 31

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Publicado: 27/03/2019
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Freddy Mamani, un boliviano que encarna la mayor novedad arquitectónica de Latinoamérica. En los tres meses que lleva 2019, Mamani ya expuso en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y, semanas atrás, en la Fundación Cartier de París.

Los periodistas lo buscan para sus textos, los fotógrafos le dedican el contenido de sus libros y los cineastas lo eligen como protagonista de sus documentales. Con menos de 24 horas en Buenos Aires, en un miércoles de fines de marzo, Mamani es un boom inadvertido, al que ni siquiera 100 personas se acercaron a escuchar. A ellas les dice: “Con la pregunta quiero mostrarles que a una mayoría nos gusta el color, porque el color, por más negro que sea, es vida”.

Sus verdes, naranjas, azules y fucsias saturados, en construcciones cubiertas de espejos que reciben los rayos del sol y los devuelven doblados, son la expresión de una arquitectura poco ortodoxa que nació en el borde de La Paz, más precisamente allá arriba: en El Alto. Una ciudad joven, de 34 años, a 4.070 metros sobre el nivel del mar, con una máxima de 15 grados en verano y una mínima de -10 en invierno. “Ocre, sin vegetación”, dice Mamani al auditorio sobre la tierra que transformó. Tierra en la que él, como muchos otros, también es migrante.

Mamani nació en Catavi, un poblado al sur de La Paz que creció en torno a la explotación minera. Entre cabras, piedras y cactus, de chico jugaba a construir casas fantásticas. Lo hacía con bloques de madera: cuadrados rojos, rectángulos azules, cilindros verdes que apilaba sobre tierra dura y seca. Pero eso duraría poco. En su adolescencia, la decisión de sus padres de emigrar a El Alto lo sacó de ese paisaje conocido, de la cabaña de adobe familiar. El Alto todavía no era ciudad, pero ya era el punto elegido por familias rurales y mineros que ansiaban mayores recursos y posibilidades. No bien llegó, con 13 años, Freddy empezó a trabajar como albañil, ayudando a su padre obrero. A los 20 era ingeniero civil. Estudió de noche, al salir de las obras, y pese a que su familia se lo desaconsejó: “Es una carrera para ricos”.

“Al igual que Gaudí en Barcelona o Niemeyer en Brasilia, Freddy Mamani tiene la oportunidad de dar forma a la estética de toda una ciudad”, escribió el diario británico The Guardian. El País de España lo definió como el “arquitecto de Los Andes” y el Financial Times consideró que sus edificios son “policromía pura en un mundo de arquitectura que se ha vuelto beige”. En el auditorio de la Biblioteca Nacional, dentro de un coloquio de cultura, arte y arquitectura indígena para el que fue convocado, Mamani sintetiza: “Mis obras son palacios andinos”.

A su espalda, proyectadas en la pared están sus construcciones. Algunas tienen cara, ojos y boca. Otras se asemejan a una lechuza. Una, tal vez, a un cóndor. Tienen la estética de un casino de Las Vegas. Parecen salidas de un Arcade. Son una mezcla entre la casa más vertiginosa de Donald Trump y una escenografía de Tim Burton. En la ciudad de El Alto, con calles de polvo, casas de ladrillo sin revoque y ningún árbol, los edificios de Mamani parecen ciencia ficción.

Para Mamani no se trata de excentricidades, sino de una arquitectura que transmite la identidad y recupera el orgullo de la cultura aymara, un pueblo originario que habita la meseta andina del lago Titicaca y cuya población se reparte entre el occidente de Bolivia, el sureste de Perú y el norte de Chile. Mamani, como la mayoría de sus clientes asentados en El Alto, es aymara. Su voluntad inicial -primero en sus estudios de ingeniero y luego en los de arquitecto, carrera de la que también se recibió- fue retomar la arquitectura de sus ancestros. “En mis obras lo esencial es recuperar la iconografía y los trazos geométricos tallados en las ruinas de Tiwanaku”, explica, mientras sus trabajos se proyectan en el escenario de la sala Jorge Luis Borges. “No son una torta, como algunos dicen, sino que tienen un lenguaje. Yo fui a París y también vi otras tortas, pero no están de color”, dice alargando la última O y provocando la risa del auditorio. “Mis formas y colores tienen un sentido. Mis construcciones tienen una funcionalidad”.

Los edificios de Mamani están pensados con una lógica de rentabilidad. En todos los casos, la estructura -no así el diseño- se repite: la planta baja se destina a locales o galería comercial; el primer piso y el segundo son para salón de eventos; en el tercero y hacia arriba se construyen departamentos para alquilar; y por último, en lo más alto, se ubica la casa de los propietarios. Suelen ser duplex, orientados para tener la mayor cantidad de sol y la vista de la cordillera, con el nevado Illimani, de más de 6.000 metros de altura.

El resultado es, en el exterior, un edificio recubierto de espejos, decorado con simbología andina -la cruz cuadrada, la serpiente, el círculo- y pintado con los colores de los aguayos (las telas que usan las mujeres para cargar a sus hijos). Una obra indígena y futurista. Adentro, barroca. Hay columnas, balcones ondulantes, mariposas, luces LED, candelabros y arañas gigantes que llegan de China.

La primera obra se inauguró en 2005 y desde ahí todo se disparó. “El arquitecto de Los Andes” contabiliza más de 100 trabajos en casi 20 años. Aquel primer encargo llegó de un importador de celulares, de apellido Mamani, como él y tantos otros en Bolivia. La prensa local, muy rápido, le puso nombre al fenómeno y empezó a llamar a sus edificios “cholets”, en una mezcla entre chalet y cholo (la manera despectiva en la que los bolivianos blancos identifican a las personas de rasgos indígenas). A Mamani no le gusta el nombre, aunque reconoce que su trabajo integró a una población que antes estaba excluida de la arquitectura. Sus clientes son, en su mayoría, comerciantes, transportistas y gastronómicos. Nuevos ricos, cuyo crecimiento económico aumentó tras la llegada al poder de Evo Morales.

Sus detractores consideran que lo que Mamani hace es decoración -“meras fachadas”- y no arquitectura. También emparentan la sobrecarga de colores y figuras con la idea que tiene un pobre de la belleza y el lujo. Y le quitan base ideológica y cultural a su obra, al sostener que su estilo es una mezcla de todo, nada ancestral. Mientras tanto, en el mundo se disputan por un lugar en su agenda. “¿Quieren que siga -que sigamos (por los indígenas)- viviendo en techo de paja y muro de adobe? Es algo ilógico”, dice sobre los críticos, en el cierre de su presentación en la Biblioteca Nacional.

Es la cuarta visita de Mamani a Buenos Aires, una ciudad que, dice, tiene su arquitectura mirando hacia el viejo continente. “Veo edificios barrocos, igual que en Europa. Eso es normal en América y en mi país. Es usual de países colonizados”, dice a Clarín, luego de su presentación. Debajo del escenario, aparenta menos que sus 47 años. Es un arquitecto famoso, lo que implica que muchos por fuera de su rubro pueden reconocer sus edificios, su nombre, pero no a él. Este miércoles de fines de marzo lleva una remera con la cruz andina delante en tonos naranjas, rojos y violetas, pantalones negros y zapatillas del mismo color. Su apariencia no es estridente como su obra. En el bar de la Biblioteca Nacional pasaría inadvertido, de no ser por un grupo que lo espera para sacarse fotos.

Sentado a la mesa de bar, dice que la Villa 31 es el punto que más recuerda de la Ciudad. El año pasado, en una recorrida junto a miembros de la Secretaría de Integración Social y Urbana y del Centro Cultural Recoleta, la conoció. El paisaje lo impactó tanto que llegó a esbozar algunos bocetos: “Me conmocionó visitar la Villa 31. Me trajo recuerdos de niño, de cuando uno migra a la Ciudad y encuentra un sufrimiento que no debería haber. No teniendo oportunidades se formaron estas villas”.

El paralelismo entre una y otra geografía no es difícil de trazar. El Alto es una receptora histórica de migrantes y en las últimas décadas experimentó un crecimiento demográfico desmesurado, que acentuó la escasez de espacios públicos y verdes, la falta de servicios básicos y la desorganización vial. Sus calles de polvo, las viviendas con ladrillo hueco y a medio hacer, también facilitan la semejanza. Aunque, como marca Mamani, la situación en villa 31 es aún más compleja y de mayor hacinamiento.

“Ahí es un caos de vida diaria. No sé cómo pobre gente vive en esos espacios reducidos; no sé cómo una familia puede acceder por esas escaleras que conectan los distintos hogares; hay charcos de agua; y espacios muy limitados para el tránsito”, enumera Mamani. Y cuando pareciera que va a abortar cualquier perspectiva de mejora, agrega: “Sería una buena oportunidad trabajar en esta villa para poder hacer una ciudad moderna”.

-¿Qué clase de proyecto puede hacerse? ¿Es posible replicar la experiencia de El Alto?

- Hay que empezar a transformar de a poco y desde una óptica más académica porque la situación actual es verdaderamente un caos. Creo que se debe crecer en forma vertical y no horizontal. La villa ya creció hacia arriba, pero desordenada. Las construcciones que imagino son en la parte baja con estacionamientos y galerías, encima espacios para actividades sociales culturales y deportivas, y más arriba los departamentos. Deberíamos hacer unas escaleras o accesos compartidos, más amplios y bien adecuados.

-¿Eso se podría hacer adaptando lo que ya existe o habría que relocalizar, demoler y volver a construir?

Debe haber espacios, o hay espacios, que todavía no están habitados, ahí se debe ir construyendo y trasladando a las personas. Una vez relocalizadas, se demuele o se readecua. Creo que la Villa 31 tiene solución.

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