Impulsividad y política
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Uno de los focos de atención del debate presidencial de este domingo estará colocado en la capacidad de Javier Milei de controlar sus reacciones frente a las críticas que le realicen los otros candidatos. Ya hace 2.500 años Sun Tzu escribió, en El arte de la guerra, que el general irascible corría riesgo de perder la batalla porque su adversario podía elegir el momento y el lugar donde librarla con solo provocarlo. La facilidad con que Javier Milei pueda ser sacado de quicio será un test de gobernabilidad para el aspirante a presidente ya que esa función está plagada de frustraciones y críticas.
Parte de la expectativa sobre el carácter de espectáculo en sí mismo de este debate reside en la impulsividad de Javier Milei, quien, después de algunos episodios acalorados en estudios de televisión, viene rehuyendo ser entrevistado por periodistas con los cuales no se sienta cómodo. Resulta lógico que quien encabeza las encuestas no quiera correr el riesgo de cometer un error, pero en el debate con los otros cuatro candidatos no podrá no estar expuesto.
El especial momento de alteración que aqueja a parte de la sociedad podría hacer que no tenga costo electoral para Milei “perder los estribos” durante el debate y hasta que sus reacciones destempladas y violentas, de haberlas, sean interpretadas como un rasgo de autenticidad y humanidad del candidato. Eso sucedía con Trump y Bolsonaro en campaña: excentricidades que en otro contexto o candidato serían letales, a ellos los engrandecían. Pero se complicó cuando les tocó ser presidentes.
Ya a poco de asumir, en 2017, el estratega jefe de la Casa Blanca, Steve Bannon, le advirtió a Trump que “el riesgo para su presidencia no era el juicio político sino la 25ª Enmienda”, la cual establece que el presidente puede ser destituido cuando resulte “incapaz de desempeñar los poderes y deberes de su cargo”, en su caso por alteraciones psiquiátricas.
En 2016 y promovido por el doctor John Gartner, se creó en Estados Unidos el movimiento Duty to Warn (Deber de Advertir), que llegó a contar con la adhesión de 60 mil profesionales de la salud mental que coincidieron en hacer público que Trump era “la más grande emergencia psiquiátrica en la historia de los Estados Unidos, quizá de todo el mundo” y que “la única solución psiquiátrica era una solución política”, la Enmienda 25ª y su destitución.
“El presidente Trump padece de un narcisismo maligno que lo hace incapaz de realizar sus obligaciones y representa un peligro para la nación”, sostuvieron. Se considera al narcisismo maligno una variación del desorden de personalidad narcisista, al que se agrega la concurrencia de trastorno de personalidad antisocial (sociopatía) y proclividad hacia la violencia y el sadismo.
La declaración del psicólogos y psiquiatras generó una polémica entre las dos asociaciones que agrupan a los profesionales de la salud mental norteamericanos: la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos y la Asociación Psicoanalítica de Estados Unidos (APA y APsaA respectivamente por sus siglas en inglés) sobre en qué casos no cumplir con la Regla Goldwater, que prescribe a los profesionales de la salud “no ofrecer en los medios de comunicación un diagnóstico de una figura pública viva que no hayan examinado”.
En contraposición, el doctor John Gartner y los 60 mil profesionales de la salud que sí emitieron un diagnóstico público del presidente sostuvieron: “Tenemos la responsabilidad ética de advertir al público sobre la peligrosa enfermedad mental de Donald Trump”, aparándose en otra obligación superior a la del secreto profesional: el deber de advertir (duty to warn), la obligación legal de los terapeutas de violar la confidencialidad si creen que un cliente representa un riesgo para sí mismo o para otros. Se sentó jurisprudencia en Estados Unidos con el caso Tarasoff versus Regentes de la Universidad de California, donde un terapeuta no informó a una joven ni a sus padres sobre amenazas de muerte específicas hechas por un cliente.
Paralelamente, la Regla Goldwater data de 1964, cuando la revista Fact publicó un artículo titulado “El inconsciente de un conservador: un informe especial sobre la mente de Barry Goldwater”, quien era un senador republicano que competía para presidente con el demócrata Lyndon Johnson. La publicación entrevistó a psiquiatras preguntando si Goldwater era o no apto para ser presidente. El senador perdió la elección, demandó a la publicación y en 1969 cobró en concepto daños y perjuicios 75 mil dólares, equivalentes a más de medio millón de dólares de hoy.
Sesenta años después, la revulsiva irrupción de Trump hizo que la Regla Goldwater dejara de amedrentar a psiquiatras y psicólogos promoviendo cuestionamientos que fueron en aumento sin que ninguno de los psiquiatras fue ra demandado ni sancionado.
A los 60 mil profesionales de la salud del grupo Duty to Warn se sumaron voces prominentes como la del director de Psiquiatría en la Facultad de Medicina y Cirugía de la Universidad de Columbia, el doctor Jeffrey A. Lieberman, quien publicó un artículo diciendo directamente que Trump padecía “demencia incipiente”. Otros ejemplos notorios fueron el profesor de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Yale, Bandy X. Lee, y el profesor de la Universidad George Washington, John Zinner, que reclamaron públicamente al Comité Judicial de la Cámara de Diputados considerar “peligroso el estado mental” de Donald Trump como parte del proceso de impeachment en curso en el Congreso.
La Asociación de Psiquiatría de los Estados Unidos también produce el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, que en su quinta edición lleva el acrónico DSM-5, considerado el vademécum mundial para la salud mental. Allí se caracteriza el trastorno narcisista de la personalidad (base del cuadro clínico de Trump pero en su caso con la suma de otras patologías más graves) por sobreestima de sí mismo, reaccionar de forma violenta ante contrariedades, carecer de empatía, impacientarse o enojarse cuando no se recibe un reconocimiento o un trato especial, tener grandes dificultades para interactuar con otras personas y sentirse menospreciadas con facilidad, reaccionar con ira o desdén y tratar con desprecio a otras personas para dar la impresión de que son superiores, tener incapacidad o falta de voluntad para reconocer las necesidades y los sentimientos de los demás, comportarse con arrogancia, alardear mucho y ser consideradas engreídas (ver la síntesis de la Clínica Mayo).
Otro capítulo del DSM-5 se titula “Trastornos disruptivos, de control de impulsos y de conducta”, uno de ellos es el trastorno explosivo intermitente, entre cuyas causas fisiológicas se encuentra una genética “baja tasa de recambio de serotonina en el cerebro”, y en las relacionadas con el entorno: haber crecido en familias donde el comportamiento explosivo y el abuso verbal y físico fueran habituales. Quienes lo padecen sufren ira, irritabilidad, pensamientos acelerados, impulsividad, arrebatos verbales, y son muy agresivos (ver la síntesis de la Clínica Mayo).
El neurólogo, psiquiatra y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires Luis Ignacio Brusco, en su libro El cerebro político, sostiene que generalmente, entre quienes ocupan cargos en el poder y son líderes, hay dos grandes grupos de personalidades: los narcisistas, maquiavélicos y psicopáticos por un lado, y las personalidades extrovertidas prosociales por otro. Esperemos que a quien le toque presidir el país el próximo período tenga los necesarios componentes narcisistas y extrovertidos de todo líder pero que especialmente carezca de rasgos maquiavélicos y psicopáticos y, de ser posible, que tampoco sufra en exceso del trastorno impulsivo intermitente.
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